PETRO, LAS PENSIONES Y LA IGUALDAD: Gustavo Petro ha hecho de la desigualdad su tema de campaña. Quien hace tal cosa corre el riesgo de proponer medidas que, aun cuando se dirijan al logro de la igualdad, no impliquen mejoría auténtica de las condiciones de las personas: la igualdad no significa bienestar, pues todos podríamos estar igualmente mal. Tómese uno de los puntos que menciona en su entrevista con Yamid Amat (El Tiempo, abril 25): reformar el sistema de pensiones para volver al de “tres pilares”. Es decir, en pos de la igualdad, privar al trabajador de tener un ahorro personal inviolable, suyo y únicamente suyo, administrado por entidades sujetas al estricto control de las autoridades, y reguladas de manera férrea en cuanto a sus operaciones. Todo, para obligar a los trabajadores a estar, todos por igual, en un sistema ineficiente y lento, donde tardan dos y tres años para reconocer una pensión, y con frecuencia al hacerlo cometen errores de liquidación, y convierten al trabajador en presa de abogados litigantes, quienes les resuelven la situación a cambio de una significativa comisión de aquello que, en rigor, debería ser el intocable ingreso que garantice una madurez tranquila. En pos de la igualdad, ¿querríamos todos ser iguales en esta miserable condición?
PROYECTO DE LEY CONTRA CONSUMO PERSONAL DE DROGAS: El proyecto de ley que busca reglamentar la reciente proscripción constitucional de la dosis personal de droga es, para decirlo en el marco del respeto pero también de la verdad, un extremo de desatino, y una profunda incursión en el ridículo legislativo. Pero no podía ser de otra manera: el Congreso complació al presidente Uribe en una de sus más férreas e infundadas obsesiones, la de prohibir de algún modo el uso de dosis personales de droga. Pero al hacerlo encontró que la penalización, que era la alternativa más coherente con el extremo moralismo que motivaba la propuesta, resultaba inaceptable para muy amplios sectores de la sociedad. Así, el gobierno se quedó con una reforma constitucional para la cual tenía que proponer alguna clase de reglamentación, y a la cual tenía que darle algún mecanismo de aplicación, y no sabía cómo hacer tales cosas. Se inventaron entonces el disparate de unos tales centros de atención, o de observación, a los cuales deben ser conducidos quienes consuman o porten dosis personales de droga. Alejandro Gaviria hace una labor inmejorable de análisis de los absurdos de tal invención (El Espectador, abril 25). Cabe solamente reflexionar en la inmensa cantidad de tales centros que deberán ser abiertos, y surtidos con personal, equipo y profesionales. Nadie parece haber calculado el colosal costo de tan inútil medida. En estos centros podrían presentarse situaciones descabelladas, como la de que un consumidor ocasional, quien use drogas de modo infrecuente, pacífico, y sin daño a sí mismo ni a nadie, tenga que ser sometido a unas humillantes terapias que ni necesita ni le harán bien. Como si quien disfruta cada dos semanas de una cerveza con dos amigos fuera conducido por la fuerza a recibir terapia contra el alcoholismo. Y esto sucederá mientras millones de personas carecen de servicios básicos y necesarios de salud: mientras muchos sufren de enfermedades auténticas, no de aquellas que ahora, por vía legislativa, deben ser inventadas para satisfacer un ánimo moralista y paternalista.
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